Soy autónomo en España, eso significa tener menos vacaciones que el reloj de la puesta sol. Hablar de vacaciones es hablar de intentar desconectar siete días; uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y ¡siete! Solamente siete, pero desconectar.
Para mí es necesario desconectar en el sentido más amplio de la palabra. Desconectar de rutinas, horarios, pero sobre todo de la gente.
Cuando hablo de gente, lógicamente no me refiero a los nuestros, a los que tenemos a nuestro lado, me refiero a esa gente que ni nos va ni nos viene, de aquellos que sabes que compartes un territorio con ellos, pero que son ajenos por múltiples circunstancias.
Desconectar significa eso, cortar todo tipo de conexión que por cualquier motivo se pudiera establecer.
Pues parece ser que no; que no es posible; que en este mundo predomina la gente cuya única meta en la vida es meterse en la vida de los demás para decirles cómo deben vivirla.
Por un lado, están los cerdos sin género ni edad, tiran basura, escupen, mean y cagan como si la vía pública fuera su pocilga personal.
Pero los que agotan mi paciencia son esos individuos que creen que el mundo es suyo y que el resto debemos sincronizar nuestras vidas a su ritmo vital. Individuos que además se permiten y creen con derecho a amonestarte y corregirte, diciéndote lo que está bien o está mal, como máximos adalides de la ética y moral, con esto de verdad que no puedo.
El pasado sábado en la mañana, en mis brevísimas vacaciones, a esas horas en las que solo salen los “runinngers” y los paseadores de perros, andaba yo en mi memento ZEN en un parquecito del lugar donde me encontraban paseando con mis perros. Vaya por delante que tengo tres perros y soy de aquellos que recoge las heces de sus perros en bolsitas de plástico y que sale con unas botellas de agua para limpiar sus orines. Pues como decía, me encontraba solo, plácidamente, desconectado del mundo en este lugar, cuando pasó una señora sexagenaria llamándome la atención por estar en este parque vacío, y con los perros sueltos, qué estaba prohibido y que si tal y que si cual “¿No ha visto el cartel que hay? Me increpó de malas maneras. Le expliqué que efectivamente no había visto el cartel y que desconocía que no pudiera estar en este parque vacío con mis perros a esas horas donde no había un alma excepto ella. No sé muy bien sí fue mi sumisión ante su regañina o insatisfacción ante mi excusa, pero a sexagenaria decidió subir un peldaño en el tono su amonestación, y le pedí amablemente que dejara de regañarme y de dirigirse a mí. Esto parece que le dio vuelos para llenarse de razón por lo que prosiguió con su amonestación.
Creo en la tolerancia y que debemos ser tolerantes, pero como en el paradigma de Karl Popper, no me puedo permitir ser tolerante con los intolerantes.
Hannah Arendt explicó en La banalidad del mal que quien niega a otros un derecho pierde el suyo propio. Vale, lo suyo eran solo perros sueltos y no el Tercer Reich, pero ruego me entendáis, aunque la escala cambia, la lógica permanece.
Así que parafraseando al mítico Fernan Gómez la mandé directamente a la mierda, aconsejadla que usar un bozal para caminar por el mundo, y así contribuir a un mundo más habitable.
¡Oye! Pues parece que mi consejo no le sentó bien porque empozó a rebuznar con mayor inquina.
A la mañana siguiente volví a pasar por ese parque y quise prestar atención en aquel cartel que no había visto, confirmando lo dicho por Kierkegaard. “La verdad es la subjetividad”.
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